After Works Aaron Calatayud

Esto no es un juego: Gaming, industria e identidad

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La industria del videojuego es una industria consolidada y se ha convertido en la primera opción de ocio audiovisual en España. En el ámbito político ya se le ha dado protagonismo y su potencial estratégico y económico parece estar fuera de duda. Sin embargo, a pesar del compromiso con la innovación, del inmenso fandom, de las cifras estratosféricas, de los metaversos y de las auténticas obras de arte que algunas desarrolladoras nos brindan, a pesar de todo ello, sigue existiendo un estigma. Hoy, para muchos, un T1-DRX (final del reciente mundial de League of Legends) ya es más relevante que el Mundial de Catar. Y hoy, para otros tantos, esto sigue siendo un motivo de risa

Según Huizinga en su Homo Ludens, “el juego es anterior a la cultura, aunque de manera inapropiada la cultura siempre presupone humanidad”. Y en cierto sentido, esos mismos prejuicios siguen aplicando. Excluir el juego o el videojuego de la cultura es, a juicio personal, un error tan flagrante como considerar el juego un elemento exclusivamente humano. Desde un punto de vista lingüístico purista y como la propia Real Academia de la Lengua afirma, el gaming “es un extranjerismo innecesario”. De hecho, no es más que “el juego” (con el permiso de ElXokas). Podríamos definirlo como una tendencia social compartida por aquellos que disfrutan de los videojuegos como afición y siendo ésta su principal forma de disfrute y entretenimiento diario.

A menudo, en el ámbito de la comunicación, percibo cierta confusión y, por eso, creo que es importante diferenciar el gaming de los los esports, ya que éstos últimos trascienden la práctica casual particular. Cuando hablamos de esports o deportes electrónicos, nos referimos a la práctica institucionalizada y profesionalizada de videojuegos, mediante un sistema competitivo organizado, con participación de equipos establecidos legalmente en ligas y campeonatos. Por ejemplificarlo de manera obvia: no es lo mismo tu pachanga del domingo que clasificar para octavos de Champions.

Si nos centramos en el impacto social, nos encontramos en un momento un tanto esquizofrénico en la medida que la consideración de los videojuegos se ve fuertemente sesgada y polarizada dependiendo del grupo de edad al que refiramos. A pesar de su evidente repercusión, aun hoy existe un cierto clima de opinión contrario y destructivo respecto a un fenómeno tierno, principalmente representado por los públicos más jóvenes (y advierto que los millennials somos los padres del fenómeno), donde se antoja difícil de entender e incluso se percibe estúpido por parte de los “adultos”.

Me gusta pensar que el lenguaje también es juego en la medida que imaginamos y creamos por pura diversión o placer. De no ser así, ¿qué sentido encontraríamos en las figuras retóricas, en la literatura o la poesía? Desde un punto de vista etimológico, la palabra “juego” proviene del latín iocosus, gracioso y ésta de iocus, chiste. Curioso, por lo tanto, que a un nivel primigenio vinculemos el juego al chiste, a la broma, casi emergiendo como un concepto del absurdo o de algo que nos hace reír. En términos culturales se plantea, ya de inicio, el juego como un concepto contrario a lo serio y esto no es algo nuevo o exclusivo de la era digital. Toda forma de juego y entretenimiento parece partir del prejuicio, no solo a ojos de los padres, sino también de la sociedad en general y de la cultura en particular.

En este sentido, el juego se ve estigmatizado desde diferentes ámbitos mediáticos y culturales y tan solo ahora, cuando el pastel se ha desvelado gigantesco, parece virar positivamente hacia vientos más favorables.  

El sociólogo Daniel Muriel ejemplifica la dualidad de este fenómeno, esa existencia en un filo, ese choque cultural y social que es cada vez más notorio y que queda patente en la ambivalencia del fenómeno como elemento cultural y como motivador de productos. “La identidad gamer es poderosa porque se articula, en mayor o menor grado, tanto en clave política, cultural y social, como en otras más relacionadas con el consumo, lo lúdico y lo trivial”. 

Y aquí encuentro la clave, ahora que tantas marcas, personalidades, anunciantes y agencias han descubierto el elefante en la habitación, ahora más que nunca hay que advertir un mensaje clave: esto no es un juego, esto va de identidad. En este contexto sociocultural cambiante, donde se discute la política, el sistema económico, el género, la sexualidad… atendemos a un fenómeno en el que muchos construimos nuestra identidad precisamente desde esa relación cultural con el videojuego, ya sea como producto artístico o como estímulo competitivo.

La difícil tarea de construir identidad se ve mermada por la percepción del videojuego en España, manchada por años de minería mediática: un trabajo de erosión donde se ha fabricado una imagen perjudicial, dañina e irresponsable. La construcción mediática del gamer tradicional canónico es burlesca y las connotaciones negativas son más que recurrentes y componen, en esencia, el sustrato mediático y cultural del que se ha nutrido la cultura global, generando una más que deficiente proyección en el imaginario colectivo. Tan solo pido que no se venda desde aquí.

¿Y por qué ahora se invita al videojuego a comulgar? Fácil, porque mueve mucho cash. La cultura es un bien curioso y, por mucho que la amemos, se rige por las mismas lógicas mercantiles que cualquier otra forma de consumo, por digno o indigno que nos parezca. Así pues, la industria del videojuego no es más que la respuesta lógica y necesaria al crepúsculo de otras industrias como la cinematográfica y la musical.

Y pese al interés económico, de una forma simplista y partidista, se le exige al juego un beneficio funcional, como si el juego debiera servir para algo que no sea jugar, como si tuviera que existir un propósito biológico o existencial superior. Pues si construir identidad parece poca cosa, que baje Kojima y lo vea. 

Artículo de opinión escrito por Aaron Calatayud, Strategic Planner de VMLY&R Spain

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